Sigrid está acostada en su diván mirando el cielo raso de su habitación, entre amargada y alegre.
El atuendo para la boda de su hermana ha llegado y ese marrón chocolate de vestido le provoca náuseas.
Astrid tiene el peor gusto en todo; hasta se va a casar con un hombre más bajo, casi calvo y sin dinero que la mira indecentemente a ella.
Bien podría no ir, pero hay una pieza de joyería que quiere lucir.
Lo más fino de lo fino y, a la vez, el último conjunto de una diseñadora poco famosa pero demasiado talentosa.
Diamantes sobre oro blanco.
Solo para lucir ese conjunto de aros, gargantilla y pulsera, Sigrid iría a la insensata boda.
No era para opacarla; ella tenía un gusto diferente: oro y perlas; su vestido estaba lleno de perlas.
Sigrid tenía el color chocolate de las damas de honor.
¡Vaya fiesta a la farsa!
Ella había avisado: si el libidinoso se iba con todo el dinero de Astrid, ella no iba a mover un músculo para recuperarlo; incluso quiso hacer que su hermana lo hiciera firmar un contrato pre nupcial, pero el bajito miserable se las ingenió para llenarle bien la cabeza de estiércol a Astrid y a media familia, diciendo que Sigrid era una loca despechada con estándares políticamente incorrectos y quedó como la víctima.
Esto a ella le importaba un bledo.
Su familia, su apellido, no habían colaborado mucho en su vida; solo en lo monetario: amor verdadero y todo ese paquete no estaban incluidos en su paquete.
Sí, en el de Astrid; ella siempre fue la dulce niña de papi y mami.
Sigrid siempre fue más libre, quizás hasta rebelde para los estándares de la familia que, con la llegada del novio de Astrid, salieron por la ventana volando…
Tiene amigos diseminados por el mundo, así que mucho no le molesta ese semidesprecio de su familia; al fin y al cabo siempre fue una especie de oveja negra…
Luego de la oda al amor —así tituló su hermana a su matrimonio—, Sigrid se irá por ahí, quizás Milán, quizás Múnich.
Por fin el paquete de joyería llega.
Con las ansias de un niño en Navidad lo abre y se desilusiona.
Ese no es el juego; tiene un collar largo para la espalda y con un diamante óvalo en la punta; no tiene pulsera y los aros son largos de varias piezas de diamantes.
Es hermoso, sí.
Lee la pequeña nota donde la diseñadora se disculpa y su madre la llama para arreglarse y no la deja terminar.
Fastidiada se viste y se coloca el collar en la espalda; luce magnífico; los aros, para lucirlos bien, se sujeta en alto el cabello.
Esas piezas de yojeria lucían espectaculares ese diamante en su espalda se veía magnifico pero le empezó a pesar como una cruz.
Los aros parecían una catarata de diamantes óvalos pequeños.
Luego vienen las maquilladoras y la dejan muy bella, aunque innecesariamente oscura para su gusto, pero todas las damas de honor estaban igual.
—No nos disfrazaron de marineros porque está pasado de moda, pero sí de chocolates vivientes—
dice para sí y la estilista se ríe entre dientes.
Lista, se mira por última vez al espejo y empieza a sentirse triste y un poco sola.
Cuando llega su turno de caminar hacia el altar tiene ganas de llorar; un nudo en la garganta la aprieta con la fuerza de mil brazos.
Mientras Astrid le jura amor eterno al bajito, ella desea que pronto llegue su día de escuchar tan dulces palabras.
Mira a sus padres: llevan más de cuarenta años de casados y siguen juntos y felices.
¿Y ella qué tiene? Un montón de pretendientes huecos a los que no quiere.
Amigos lejos.
¿Para qué tanto dinero que le han costado parte de su felicidad si no hay en quién invertirlo ni compartirlo?
La tristeza se posa sobre ella como una sombra y no la deja.
Es la mariposa atrapada en la tela de araña de la angustia.
Durante la fiesta bebió mirando a las felices parejas… con los ojos lacrimosos.
Todos los invitados que se le acercan sienten su sombra de pena y se alejan.
Sigrid no era así, nunca lo había sido.
¿Qué le sucedía?
Ni ella sabía, pero tanto su hermana como el ahora su esposo la confortaron y ella lloró en sus brazos deseándoles la felicidad que ella no poseía.
Con las lágrimas a punto de bañarla atrapó el ramo y brindó por la feliz pareja.
Mas no resistió y se fue a su habitación a llorar.
Lloró y lloró por lo que tuvo y perdió.
Por lo que no tuvo.
Por las partidas.
Por la gente que nunca llegó a su vida y la que se fue.
Se quito el collar pero con dificultad lo logro ese diamante en su espalda estaba como adherido y pesaba renegó un buen rato hasta que logro quitárselo.
Los aros parecían murmurar :Quédate con nosotros.
Igual ella solo quería llorar y lastimándose las orejas se los quito y siguió llorando.
Tal era su pena.
Y se quedó dormida sumergida en llanto.
A media mañana abrió los ojos enrojecidos y vio la tarjeta de la diseñadora donde se excusaba por enviar otra pieza.
Había un posdata que su madre, al apurarla, no la dejó ver.
«Querida Sigrid: Disculpas por la tardanza pero este no es el conjunto que querías .No lo uses para la boda de tu hermana si estás enojada o no tenés pareja; este conjunto se llama “El llanto” y la última que lo usó lloró hasta desvivirse.
Al parecer los diamantes vienen de una mina embrujada por mujeres castigadas eran brujas que sufrieron encerradas cuenta la leyenda.
Perdón, mi asistente es un bruto."